domingo, 2 de enero de 2011

HAY QUE ESCUCHAR A LOS HIJOS

Carlos Enrique Saldivar

A Stephen King.


Su nombre era Teddy y tenía ocho años. El sábado no tenía colegio, pero se despertó muy temprano para hablar con su papá. No podía dialogar con su madre. Había fallecido hacía tres años. Su padre era la única persona con la que contaba en el mundo. Se acercó a él sin dudar durante el desayuno y le dijo:
—Papi, ¿puedo decirte algo?
—Hijo, me he quedado dormido y llegaré tarde a la oficina. ¿Es importante?
—No, no es muy importante. Hablaremos cuando llegues.
—Excelente, sé buen niño y haz caso a todo lo que te diga Griselda.
Griselda era la niñera de Teddy, lo cuidaba de lunes a sábado hasta las ocho de la noche, hora en que su padre retornaba del trabajo. El niño no confiaba en Griselda. No lo cuidaba como era debido, solía dejarlo a su suerte mientras se enfrascaba en la visión de programas televisivos sin gracia. Solía también gastar el teléfono a su gusto y la comida que preparaba resultaba siempre poco agradable. Ni siquiera era una buena compañera de juegos. Se aburría con facilidad. Tenía tan abandonado al pobre chiquillo que una vez éste rompió un cuadro y los mayores no se dieron cuenta hasta después de dos días. Teddy le había contado a su papá todo acerca de la niñera, sin embargo su intento de hacerla quedar mal había sido infructuoso. Su padre no solo no le hizo caso, sino que se enojó con él y no le permitió salir a jugar durante tres días. A Teddy le gustaba mucho ir a la calle y divertirse con sus amigos del barrio. En realidad, le había gustado hasta la noche del viernes. Aquel fue el día en que el hecho sucedió. Griselda no lo hizo pasar a las 7y30 p.m., como de costumbre, para que se duchara y comiera su cena. Se había olvidado de él y, aprovechando la libertad provisional, uno de sus amiguitos le había propuesto ir al enorme viñedo que se encontraba al final de la avenida principal. Quizá podrían ver una muca en los alrededores. Solían ser muy grandes a veces, como un gato. El niño se fue con ellos, sin medir las consecuencias.
Papá no llegó en la noche. Era sábado y ese día se iba a beber licor con sus amigos. Le había llamado previamente a Griselda para que pasase la noche con Teddy hasta el domingo. La niñera estuvo de acuerdo. Llegó a la casa de inmediato y realizó su acostumbrada rutina. Luego entró a la habitación del niño y le dijo una cosa que lo asustó:
—Tu papi ha ido a una fiesta para conseguirte una mami nueva.
Teddy tuvo pesadillas esa noche.

El domingo papá no trabajaba. No obstante, tenía una cita. Se lo dijo a su hijo a boca de jarro. Solo una cita con una persona especial, nada más. No mencionó alguna otra cosa relevante. Se disponía a almorzar con su vástago cuando éste le dijo:
—Papi, tengo que contarte algo.
En ese preciso instante sonó el teléfono. Papá atendió la llamada y se enfrascó en una conversación de casi media hora. Teddy lo escrutó desde la puerta de la cocina y observó que su progenitor sonreía, estaba feliz. Una mujer lo había llamado, eso era seguro. Aquella mujer. Cuando su padre se sentó junto a él a la mesa, el niño, que ya había terminado de almorzar, optó por guardar silencio. Sentía una insólita opresión en el pecho y un ligero calor en el rostro. Diez minutos después, cuando terminaron de comer, se animó a hablar. No pudo hacerlo. El timbre de la puerta sonó. Era Griselda. Iba a cuidar a Teddy durante el resto del día por un aumento de sueldo en su tarifa diaria. Era una adolescente sin oficio ni beneficio, cuidar al niño era el negocio perfecto para ella. Papá se fue y la joven se retiró a ver televisión. El pequeño la odió, y a su padre también. Sintió dolor en la parte alta de su brazo izquierdo. A dos centímetros bajo su hombro, tenía unas pequeñas heridas. Dejó de dolerle pronto y comenzó a escocerle. Se fue al baño, se quitó el polo y se vertió un poco de alcohol en la magulladura. Griselda golpeó la puerta del baño, quería ocuparlo. «¡Apúrate, Teddy, debo entrar!» El niño se sintió aburrido, salió del cuarto y la chica se metió en él presurosamente. El infante se sentía mal. Se recostó en su cama, cogió un libro que ya había leído antes, gustándole mucho: La bolita azul de Griselda Gambarro. Se identificó mucho con Sebastián, un niño que deseaba ser marinero. Sebastián demostró su gran valentía cuando liberó a un enorme pájaro que se había enredado con las sogas del mástil de un navío. A pesar del buen gesto del infante, el ave le picó en el dedo pulgar hasta sacarle sangre. Por ello, el heroico niño se vio obligado a golpear a al animal en la cabeza. Pero en dicho libro todo tenía un porqué. Sebastián se volvería a cruzar más adelante con aquel ave que, convertido en mujer, le salvaría la vida. Lo que haces se te regresa. Teddy se imaginó que las cosas en el mundo real debían suceder como en aquel cuento. Los hechos ocurridos una vez podían volver a tocarlo en el futuro. Se preguntó si todo lo acaecido dos días antes quedaría indefectiblemente atrás... o si nuevamente se toparía con el pájaro.
Papá no llegó esa noche.
Griselda volvería a pasar la velada con Teddy. El niño estaba pálido. La chica le preguntó si estaba enfermo. Pensó en colocarle el termómetro, sin embargo no lo encontró en toda la casa. Volvió a acercarse a la cama del niño y le consultó:
—Teddy, ¿te encuentras bien?
El niño, sonriendo, le respondió:
—Me siento bien, Griselda, pero extraño a mi papá.
—Oh, pobre niño. —La niñera lo abrazó. Era la primera vez en su vida que demostraba afecto hacia el pequeñín. —Estoy segura de que tu papá también te extraña, pero él ahorita está viendo a alguien y cuando se aburra, de seguro, volverá a tu lado y todo será como antes.
—¿Como cuando mi mamá vivía?
—Uhm... Pues no lo sé. No conocí a tu mamá. Pero si fuiste feliz en ese entonces, de seguro recuperarás esa felicidad muy pronto. Tranquilo.
—Quiero descansar.
—¿No deseas salir a jugar más tarde?
—¡No!
—Está bien, tranquilo, pequeño gruñón. No te molestaré. Si quieres ver algún DVD después, me pasas la voz.
Esta vez la pesadillas fueron más intensas. En el sueño, una sombra alta e informe lo perseguía. El niño se despertó de madrugada, sudando. Sintió una picazón en el brazo. Tendría que decírselo a su padre ese día, por la mañana o por la tarde. Debía contárselo de todas maneras. Caminó en la oscuridad hacia la habitación de su progenitor, se echó en su cama, sintió un placer celestial al sentir la suavidad de la colcha, mas no pudo aquietar el sueño. Se dirigió al cuarto de Griselda. Ella dormía en la habitación de huéspedes. Abrió la puerta y penetró con sigilo. La niñera dormía con la cortina abierta. La luz de la luna incidía en ella con una perversidad cósmica. Dormía ligera de ropas, con un polo celeste pegado y un pequeño bóxer rojo. Teddy permaneció observándola largo tiempo.
Griselda oyó un ruido a sus espaldas que la despertó de golpe. Miró en la oscuridad, mas no vio a nadie. Un mal sueño quizá. Se puso una bata y fue a ver a Teddy. Dormía como un angelito. Como lo que era, pensó la chica. Lo besó en la frente y notó con extrañeza que estaba fría. Sin embargo, el asunto le preocupó solo durante tres segundos. De inmediato lo olvidó. Su mente era tan liviana como la ropa que vestía en aquel momento. Estaba entusiasmada, tendría que cuidar del niño durante ese día. Si juntaba dinero por tres meses más tendría la oportunidad de estudiar algo; aún no sabía qué, pero ya se le ocurriría.

El sueño fue siniestro y muy vívido, en él sus tres amigos corrían delante suyo, lo estaban dejando muy atrás. ¿Había sido una muca? Claro, su amiguito se lo había dicho: «En aquel vivero hay mucas del tamaño de un perro, se suben a los árboles y, cuando una persona pasa, le saltan encima. Sigue corriendo, sonso, nos ha visto».
¿Quién nos ha visto?
¿Quién?
Teddy despertó, sin embargo no estaba en condiciones de ir al colegio. Le tomaron la temperatura y estaba baja, realmente muy baja. El niño se mostraba decaído. Por primera vez su padre se sintió culpable. Llamó a la niñera. Ella acudió de inmediato.
—Griselda, por favor, quédate con Teddy. Se siente un poco mal de salud. Yo llegaré temprano del trabajo. No puedo faltar por nada del mundo. ¿Lo cuidarás?
—Claro... ¿y si se pone de verdad mal?
—Si algo ocurre me llamas al trabajo. —Papá se dirigió a la joven con voz baja: —Pero yo creo que solo está deprimido. De todas formas estaré atento. Mi mejor amigo es médico. Si notas que Teddy empeora, me avisas y yo traigo al doctor conmigo.
Griselda se retiró a preparar un poco de té. El pequeño miró fijamente a su padre. Le habló:
—Papá, hay algo que quiero decirte.
—Dime, Teddy, ¿de qué se trata?
—¿Crees que mamá algún día pueda volver?
—Oh, Teddy. Mamá murió. Está en el cielo.
—Pero, papá. ¿Qué tal si no existe el cielo? ¿Qué tal si no existe la muerte?
—¿De qué estás hablando, hijo?
—Digamos que para algunas personas no funciona la muerte.
—¡Todos morimos, Teddy! ¡Todos! ¡Y el que muere nunca regresa!
—Pero quizá mi mamá sí pueda regresar. —El niño rompió a llorar. Su padre lo abrazó.
—Teddy, ¿qué está pasando contigo? Cuando vuelva hablaremos de hombre a hombre, ¿de acuerdo?
—Papá, hay algo más.
El celular de su progenitor sonó. Éste contestó y el pequeño notó que la conversación que mantenía  era acalorada. El hombre cortó e hizo un gesto de fastidio.
—Debo irme al trabajo ahora, hijito. Alguien ha cometido un error grave en la empresa.
—Papi, por favor, no te vayas. Debo... decirte otra cosa.
—Adiós, Teddy. No hablaremos de eso ahorita. Te garantizo que los muertos nunca vuelven a vivir. ¡Jamás!
La niñera estaba observando, parada en el marco de la puerta. Papá se dirigió a ella:
—Por favor, Griselda, no le hagas ver a Teddy películas de terror. El niño está claramente trastornado. Cuídalo mucho. Adiós. Vendré una hora antes que de costumbre.
Y se marchó. El infante no volvió a llorar.

Corría con desesperación, lamentablemente era un niño de contextura frágil y tropezó. Los otros chiquillos lo abandonaron. Pudo ver sus cuerpos desaparecer entre los arbustos. De seguro ya habían alcanzado la pista y la habían cruzado en dirección a sus casas. Tontos, idiotas. ¿Quién estaba tras de él? Se suponía que el vivero estaba vacío. La municipalidad se había apropiado de ese terreno desde que su dueño, un hombre muy anciano, falleciera cuatro años atrás. El pequeño sintió que alguien lo ayudaba a levantarse. Luego fue cogido por los hombros con violencia. El miedo lo paralizó al principio; no obstante alcanzó a darle una patada a su atacante, al mismo tiempo que un agudo dolor se cernía en su brazo. Tuvo tiempo de huir y lo consiguió. Corrió directo a su casa. Allí, en la puerta, la joven que le cuidaba le gritaba un tanto enojada. No le había encontrado en la cuadra y se había puesto nerviosa. La oscuridad nunca había sido tan perturbadora. El asunto había sido grave. ¿Se enojaría su papá si se lo contaba? Después de todo, el incidente era producto de una travesura. Papá entendería. Se lo diría esa misma noche. No. Al día siguiente. El sábado. No había colegio, pero su papá trabajaba medio día los sábados. Sería en la tarde. Se lo diría como fuese. Era su padre. Le escucharía.
Papá.
Griselda lo llamó a la oficina como a las 6 p.m.; le dijo que el niño estaba actuando de un modo extraño, aunque no lucía enfermo. Solo se mostraba un poco travieso. Le rogó al hombre que por favor se diera prisa. Papá prometió salir un poco más temprano. Sintió de repente una honda preocupación y le preguntó a la niñera:
—¿Es necesario que vaya con el médico?
—No, Teddy solo está un poco malcriado, creo que únicamente necesita una buena tunda.
—Bueno, sopórtalo, Griselda, por favor y mil disculpas. Llegaré dentro de poco.
Sin embargo no cumplió lo prometido. Llamó a su casa a las 8 p.m. y le dijo a la joven que tardaría media hora más. Ella le respondió que todo se había normalizado. «El pequeñín está viendo la televisión muy tranquilo. Ya no hay motivo de angustia». Debido a dicha noticia llegó a casa un poco más de las 9y30 de la noche. Tal vez ese había sido el día más difícil de toda su vida. Un infierno en la empresa. Solucionado ya, por fortuna. La oscuridad en su barrio era inquietante. Aquel lunes hubo mucha neblina. Al entrar en su casa percibió algo anormal. La estancia se hallaba a oscuras. ¿Se habrían dormido? No era improbable, ya no era tan temprano. Quizá Griselda estaba en el cuarto de su hijo, leyéndole algo. A Teddy le gustaba mucho la lectura. Intentó encender la luz, pero no había electricidad. Se habría volado algún plomo. Maldición. Así que de eso se trataba. ¿Por qué Griselda no había encendido alguna vela? Había varias en un cajón de la cocina. Escuchó un ruido al fondo del pasillo. Era el cuarto de la niñera. Se acercó despacio y comenzó a sudar frío. Creyó ver una sombra que pasaba frente a él, a gran velocidad. No, solo era el reflejo de alguna persona que pasaba por la calle. Las siluetas se reflejaban por medio de la ventana de la sala. No encontró a la joven en su habitación. Buscó en la cocina, después en el baño. No halló a nadie. Entró al cuarto de Teddy y tampoco encontró a ninguna persona. Habían salido, de seguro, al niño le había asustado la oscuridad y fueron a cenar al restaurante de la otra cuadra. Sin embargo había algo ahí. En el piso. Algo viscoso. Papá pisó con sus zapatos dos veces y lo sintió. El suelo del cuarto del niño estaba empapado. Papá se agachó y con el dedo índice cogió un líquido... rojo. Se asustó y gritó:
—¡Teddy! ¡Griselda!
Oyó un ruido. Un ligero ruido proveniente de su propia habitación. Caminó rápidamente y descubrió que el sonido venía del fondo del cuarto, desde el otro lado de su cama. Era Teddy. Se había puesto de pie y estaba sin polo. Un automóvil pasó e iluminó con sus faros el endeble cuerpecito y la nívea cara del chico. Estaba lleno de sangre. Papá vio algo a los pies del infante. Una persona recostada. No. Un cuerpo inerte. Su corazón latió velozmente. Tropezó con una silla y cayó hacia atrás. La Luna comenzó a brillar, su luz se filtró por la ventana con alevosía. Teddy se acercó a él, con lentitud, como una fiera ante su presa. Su padre observó las dos redondas marcas que el niño tenía en uno de sus brazos. Sintió deseos de orinar. Lo hizo. De inmediato, gritó con todas sus fuerzas. ¡No, hijo, no! Y, antes de que la criatura se le abalanzara, buscando su cuello, Papá comprendió que el único responsable de todo había sido él.
Porque no había escuchado a su hijo.
Porque el pequeño en ningún momento tuvo la oportunidad de decirle que lo había mordido un vampiro.

Lima, marzo de 2003

3 comentarios:

  1. hola , soy fabi la hermana de fio loba sino te ubicas .
    buen cuento ,lo lei en el fanzine que me vendiste me gusta el fondo de la historia , como el padre por no hacer caso a su hijo termina fatidicamente asesinado. muy bueno , me cae bien el niño, no por el echo que mate a su padre ,no vayas a creer que soy fraticida o algo asi , sino que me gustan los vampiros, y un niño vampiro es algo nuevo.

    pasate por mi blog recien creado

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  2. ...traigo
    sangre
    de
    la
    tarde
    herida
    en
    la
    mano
    y
    una
    vela
    de
    mi
    corazón
    para
    invitarte
    y
    darte
    este
    alma
    que
    viene
    para
    compartir
    contigo
    tu
    bello
    blog
    con
    un
    ramillete
    de
    oro
    y
    claveles
    dentro...


    desde mis
    HORAS ROTAS
    Y AULA DE PAZ


    COMPARTIENDO ILUSION
    CARLOS ENRIQUE

    CON saludos de la luna al
    reflejarse en el mar de la
    poesía...




    ESPERO SEAN DE VUESTRO AGRADO EL POST POETIZADO DE STAR WARS, CARROS DE FUEGO, MEMORIAS DE AFRICA , CHAPLIN MONOCULO NOMBRE DE LA ROSA, ALBATROS GLADIATOR, ACEBO CUMBRES BORRASCOSAS, ENEMIGO A LAS PUERTAS, CACHORRO, FANTASMA DE LA OPERA, BLADE RUUNER ,CHOCOLATE Y CREPUSCULO 1 Y2.

    José
    Ramón...

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  3. Oye me ha gustado.
    Tienes razón hay que escuchar a los niños. Sobre todo, en algunos aspectos, no dejar de serlo :D
    me un a tu blog!!!
    un abrazo

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